jueves, 14 de diciembre de 2006

El nudo del diablo (y III)


Eloi Yagüe

(Última parte, III)
Extrañamente me desperté de madrugada y bastante inquieto. Miré el despertador: eran casi las tres de la mañana. Recordé entonces, de golpe, donde había colocado la boleta. Me levanté, encendí la lámpara ya abrí por la mitad el cuaderno de Moral y Cívica. Ahí estaba, en efecto, la causante de mis desdichas, aunque yo no recordaba en qué momento la había puesto entre las páginas donde copiaba los derechos y deberes ciudadanos. Aliviado por completo de esa preocupación, me volví a dormir de inmediato, pensando que al día siguiente cumpliría la segunda parte de mi plan, entregándole la libreta a mi madre como si nada hubiera ocurrido.

Cuando los ruidos me despertaron, una tenue claridad empezaba a entrar por la ventana de mi cuarto. Me di la vuelta de inmediato, tapándome la cabeza con la almohada para seguir durmiendo. Al despertar de nuevo, tuve la sensación de haber dormido más que de costumbre. Miré el reloj: eran más de las nueve de la mañana. Nadie me había llamado para que fuera al la escuela. Algo raro estaba pasando. Me acordé entonces de los ruidos y tuve miedo. Salí de mi cuarto. La casa estaba en completo silencio. Llamé a mi madre pero nadie respondió. En ese instante sonó el timbre y me dirigí a la entrada a ver quién tocaba. Al abrir la puerta, me encontré con un hombre flaco, vestido con traje negro, que sostenía en sus manos un sombreo gris de fieltro y un portafolios. Parecía sufrir una tristeza indecible, acentuada por unas ojeras purpúreas, cuando, extendiendo el brazo, me ofreció su mano. Yo la estreché automáticamente y él la retuvo mientras recitaba:
-Querido niño, supe lo de su abuelita, que en paz descanse, y lo acompaño en su dolor. Al mismo tiempo me es grato ofrecerle los servicios de la prestigiosa empresa que represento, la compañía de pompas fúnebres “Así lo quiso Dios, Sociedad Anónima…”.

Solté su mano como si fuera una culebra venenosa. No tomé la tarjeta blanca que me tendía, batí la puerta con toda mi fuerza en la cara del intruso. Me sentía a punto de llorar sin saber exactamente el porqué, pues no terminaba de comprender la situación. Con el corazón brincándome en el pecho, caminé hasta el cuarto de mi abuela. La puerta estaba entornada y cuando entré vi que no había nadie. Las sábanas estaban bastante desordenadas, las gavetas abiertas y sobre el piso un reguero de frascos, pastillas y jarabes derramados. Encima de la mesa de noche reposaban los lentes de redonda montura de carey, y en un vaso de agua, su plancha dental.

Una acelerada asociación de ideas se produjo en mi mente confundida y de alguna manera entendí que nunca más volvería a verla. Sólo en ese momento me acordé del nudo del diablo y tuve la intuición que me estremeció. Corrí hacia la cocina y me puse a abrir y cerrar gavetas y gabinetes. En mi alteración no me acordaba dónde lo había escondido. De pronto recordé. “¡El cajón de los manteles!”. Al abrirlo supe exactamente lo que había pasado. Mi abuela tuvo razón al decirme: “Nunca dejes hecho el nudo del diablo después de haber encontrado lo que se te haya perdido, pues su poder puede voltearse contra ti…”.

En efecto, el paño de cocina estaba en el mismo sitio donde sólo ella y yo sabíamos que estaría seguro. Pero, por lo visto, alguien lo había descubierto. Y sentí un escalofría al darme cuenta de que el nudo había desaparecido…

Este bello cuento de Eloi Yagüe, editado por Playco Editores, forma parte de su libro "El nudo del diablo y otros cuentos asombrosos", escrito para jóvenes de 12 años en adelante.

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