martes, 5 de diciembre de 2006

El nudo del diablo (I)


Eloi Yagüe

(Primera parte, I)
Ella tenía un océano en sus ojos ya cansados de mirar. Había venido de la costa mediterránea trayendo perfume a hebras de azafrán, aromas de azahar y naranjas, olor de huerta florecida. tiempo hace de eso. Vino porque la trajeron a estas tierras requemadas por un sol implacable, como el que calcina su país en verano. Dejó atrás todo, hasta las llaves de la gran casa que echó al mar sin poder evitar una lágrima. Pero si había sobrevivido a tres guerras-dos mundiales y una civil-y a otros muchos avatares, no tenía ya nada que temer.

Yo era niño entonces, pero aún la recuerdo. En verdad nunca la olvidaré. me gustaba entrar a su cuarto, el más alejado de la casa, concebido originalmente como habitación de servicio. Lo hacía mientras ella estaba en la cocina y el sonido de las ollas y el chorro de agua cayendo garantizaban que podía fisgonear sin contratiempos ni sobresaltos.

El reciento siempre me había parecido un lugar misteriosos porque era oscuro, y la penumbra sólo se veía cuando era matizada por la débil llama de un velón encendido bajo una estampa de las ánimas benditas del Purgatorio. Me asombraba el silencio imperante en la pieza. Los ruidos de la ciudad apenas llegaban y, con un pequeño esfuerzo, podía imaginar que me encontraba en una casa de campo.

El sitio estaba lleno de olores penetrantes a fricciones mentoladas, ungüentos alcanforados y medicinas diversas que guardaba en el cajón de su mesita de noche. Me gustaba abrirlo para sacar algunas cosas que allá había: un tarro de vaselina perfumada, un frasco de pasiflorita, que utilizaba para calmar los nervios cada vez que alguien en la casa cogía un disgusto, una botellita de “Agua del Carmen”, elixir de uso interno y externo, medicamento de extractos vegetales medicinales y aromáticos. Los nombres de sus componentes me fascinaban: melisa, manzanilla, hierba Luisa, flor de tila, semilla de coriandro, corteza de naranjilla, canela de Ceilán, raíz angélica, nuez moscada e hisopo. Cuando acercaba la nariz a la botella, la exquisitez del perfume me transportaba hacia otras geografías. Hacia países lejanos donde existe la nieve.

Otra cosa que me llamaba poderosamente la atención era una caja rectangular de cartón, colocada en un estante elevado, de tal manera que para alcanzarla debía subirme a una silla. La caja estaba llena de fotografías, algunas tan antiguas que eran de color sepia y por detrás tenían impreso un cuadrito para colocar sellos, como si fueran tarjetas postales. En unas reconocía a mi abuela cuando era joven. En otras, a mi tía llevando de la mano a mi madre cuando apenas empezaba a caminar. Había fotos de grupos de soldados, correspondientes a diversas épocas. En las más viejas yo sabía que estaba mi abuelo, aunque no lo ubicaba entre tantos compañeros de armas porque todos parecían iguales, con los mismos mostachos den forma de manubrio de bicicleta.

En otras más recientes distinguía a mi padre, bastante lampiño y con uniforme de marino, con gorra de plato y todo. Me gustaba en especial una en que aparecían mi padre y mi madre de novios, caminando por las ramblas de una ciudad mediterránea, tomados de las manos. Y aquella donde yo aparecía de meses, trepado en los brazos de Alberto, mi tío inválido. Me resultaba extraño saber que todos ellos -mi padre, mi abuelo paterno, mi abuelos materno, mi tío y hasta el novio de mi tía- habían muerto ya. A los siete años yo era el único varón de una familia sin hombres.

En ese momento ella me llamaba a almorzar y yo guardaba apresuradamente todas las fotos, como si estuviera haciendo algo malo, porque me gustaba sentir que llevaba a cabo acciones prohibidas aunque no fuera cierto.

Por las noches, cuando terminaba mis tareas, iba de nuevo a su cuarto a ver televisión con ella. Después de la novela, la apagaba y se ponía a rezar un rosario, con los ojos cerrados, y una sarta de cuentas negras y brillantes en sus manos. En ocasiones, me quedaba dormido sobre su cama oyendo el suave siseo de sus labios y el roce de los abalorios. A veces la atacaba el asma mientras rezaba y de su pecho salía un pitido de ahogo, que sólo se calmaba después de aplicarse un inhalador en la boca.

(Continua…)

Nota:
Eloi y yo nos conocimos a inicios de los '80, es decir el siglo pasado, aprendiendo a hacer cine en los exitosos Talleres del Conac de aquél entonces. Eloi siempre orientado a la escritura, en ese caso de guiones. En cambio a mi me encantaba la dirección cinematográfica (y no sólo), y me sigue encantando. Fueron años de experiencias muy enriquecedoras.

Después Eloi y yo nos perdimos la pista por muchos años, hasta reencontrarnos como cuñados hace algún tiempo.

Este bello cuento, editado por Playco Editores, forma parte de su libro "El nudo del diablo y otros cuentos asombrosos", escrito para jóvenes de 12 años en adelante.
En los días siguientes publicaré la continuación y el final de “El nudo del diab
lo”.

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